Ni las eliminatorias al mundial desataron tal terremoto de fe como el que se vivió esta última semana. Ser católico parece ser sinónimo de ser peruano. ¿Qué hay detrás de ese fervor nacional?

El título de este artículo fue la frase de Francisco inmediatamente después de nombrar, en su primer discurso en Madre de Dios, a todas las comunidades amazónicas que habían acudido a su encuentro en el coliseo de esta ciudad, el viernes 19 de enero. En el transcurso de estos días, varios han venido comentando la trascendencia de esta reunión, no solo porque ese día se tocaron esos importantes temas que siempre estamos acostumbrados a silenciar y negar – el primero de la lista, los estragos de la economía extractiva-, sino porque tanto de manera simbólica como explícita los grupos nativos dejaban de ser, al menos durante el evento, “ciudadanos de segunda categoría”.

Sin embargo, esta frase podría aplicarse de manera general sobre lo percibido de la visita del Papa a Lima. No cabe la menor duda de que era éxtasis lo que expresaba el rostro de cada persona que esperó largas horas bajo el sol cuando vieron pasar el desfile de carros y, aunque sea solo un segundo, al hombre que de algún modo extendió una atmósfera de alegría por todo el país. Este estado de éxtasis nacional se hizo aún más notorio al comparar lo que acababa de ocurrir en Chile, donde las críticas a la visita y al sistema católico en general alcanzaron a manifestarse con la quema de tres iglesias.

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La declaración explícita del carácter laico del Estado en nuestra Constitución es un soporte material sumamente débil que hasta ahora no tiene poder alguno sobre la enorme carga que es haber sido el bastión del catolicismo desde los tiempos coloniales. Prueba de ello es que cada vez que entra en debate la aprobación de leyes sobre el aborto o la unión civil, los argumentos de la opinión pública e incluso de muchos congresistas apelan a la religión católica y a “los designios de Dios”. El discurso del catolicismo está fuertemente arraigado en nuestra idiosincrasia, tanto que parece ser un elemento indispensable de nuestra identidad “peruana”; tanto que, utilizando la frase de Francisco, parece que el fervor católico de nuestros rostros es reflejo de estas tierras.

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Pensar en esto último es sumamente complejo. Efectivamente, a lo largo de nuestra historia colonial y republicana, la identidad católico-peruana ha producido terribles consecuencias, malas elecciones y decisiones, explotaciones e injusticias respaldadas bajo consignas religiosas y que, por tanto, van más allá de la crítica que un hombre pueda efectuar, pues eso sería ir en contra de Dios mismo. Pero esas distorsiones a las implicancias de seguir y obedecer la religión católica no son lo único. La fe no moverá montañas, pero viendo lo que pasó la última semana en nuestro país, me atrevería a decir que pareció no faltar mucho para que esto ocurra. Y esa fe se visibilizó en una alegría nacional de dimensiones más grandes que las producidas la memorable noche del 15 de noviembre pasado.

La fuerza de la Iglesia católica en el Perú parece no desgastarse con el tiempo. Más allá de los escándalos y de las injusticias históricas, esta parece revitalizarse y, a objeción de ateos y escépticos, obrar milagros como juntar a los oficialistas y a los fujimoristas, a Keiko y a Kenji, en el contexto de una de las crisis políticas más grandes de los últimos años. La Iglesia ha sabido jugar sus cartas para no perder devotos e incluso multiplicarlos en estas tierras. Francisco es un refresco para la oxidada imagen que venía rodeando a esta institución a nivel mundial y, la semana pasada, asumió las funciones que ningún líder político, ni siquiera el presidente, ha podido lograr en los últimos años. La mayor expresión de esto fue aquel momento del viernes 19, cuando Santiago Manuin, líder sobreviviente del Baguazo, le coloca al Papa el atuendo awajún.

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Más que calificar a este fenómeno como un problema, eventos tan significativos como los de la semana pasada deben ser aprovechados como puntos de partida para reflexiones sobre la forma como estamos asumiendo nuestra identidad, ya sea local, nacional o latinoamericana. “Unidos por la esperanza” no debería quedarse como una frase promocional más, como una frase conmemorativa de un hecho en específico, sino aplicada a la realidad de nuestra sociedad. Eso debería ser lo que se refleje de nuestra tierra.