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Mi nombre es Henry Montalbán y estoy muerto. La ambulancia en la cual viajaba sigue atrapada en el tráfico. Siete y cuarenta y cinco de la noche. Rivera Navarrete con dirección hacia el trébol de Javier Prado. Curiosamente, el dolor de la bala perdida que minutos antes acababa de golpear mi pecho me permite escucharlo todo con claridad: “¡Auto rojo, péguese a la derecha!”, grita el chofer, desesperado. Estoy al borde de la muerte. El hospital está a seis kilómetros. Allí me esperan. La pregunta es: ¿vivo o muerto?

Estoy convencido de que mi mayor pecado no fue estar en el lugar equivocado al momento de recibir la bala perdida. No. Mi mayor pecado fue accidentarme en hora punta. Si hubiera sido, por ejemplo, entre las nueve y las once de la mañana; o quizás entre las dos y las cuatro de la tarde, tal vez hubiese llegado a tiempo al hospital. Tal vez estaría vivo. Tal vez no estaría escribiendo este relato lamentándome, quejándome, renegando de la indiferencia de conductores y peatones ante una ambulancia en estado de emergencia.

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Nunca cedes el paso a una ambulancia en Lima. ¿Para qué? Si quizás el carro de adelante no lo hará. Si quizás el carro de atrás se aproveche para ir a la misma velocidad que la ambulancia. Si quizás la persona que está un poco más adelante tema avanzar, a pesar de que el semáforo está en rojo, porque sabe que la van a insultar y porque sabe que es mejor esperar a que cambie a verde, y así mantener el orden de las cosas. El muerto, o sea yo, puede esperar. Porque al fin y al cabo, es una cuestión de probabilidad. Así funciona el juego de la muerte: ¿y cuántas probabilidades tengo de llegar al hospital? Quizás lo mejor sea esperar que el alma piadosa de las personas, en lugar de una cultura vial sólida, se compadezcan de mí y le den pase a la ambulancia. A mi ambulancia. A ese vehículo que ahora se ha convertido en un boleto hacia la muerte.

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La emergencia nunca es emergencia. El peatón piensa: ¿y dónde estará el hospital? Y empieza a elaborar mentalmente una lista de hospitales cerca. Craso error: no todos tienen los equipos necesarios para atender una emergencia. Su intuición está equivocada. Por otro lado, los demás conductores piensan que el conductor de la ambulancia se aprovecha de su condición y prende el juego de luces porque quiere llegar rápido a su destino. Qué vivo, piensan todos, lo más seguro es que no esté llevando a ningún herido dentro. Respuesta equivocada: adentro estoy yo, herido, rezando justamente porque hayan pensado lo contrario. He perdido mucha sangre cada vez que esa duda los asaltaba.

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Nunca cedas el paso a una ambulancia. No tiene sentido. Ya estoy muerto. He muerto en una ambulancia, camino al hospital, donde me esperaban con los instrumentos necesarios para revivirme. Fue en vano. A los muertos no se les revive. Se les reza y se les llora. Yo hubiese preferido que al menos me hubiesen dado la chance de luchar, de llegar al hospital. El tráfico de Lima, y peor aún, la indiferencia de los conductores y peatones me lo negaron. Mi nombre es Henry Montalbán y estoy muerto.

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