Este artículo contiene imágenes exclusivas del preciso momento en el cual el bus de la empresa San Martín de Porres cae al abismo del Serpentín de Pasamayo. Usted, estimado lector, podrá apreciar momentos de desesperación de los pasajeros, gritos y rezos y vueltas de campana y vidrios que se rompen y  vidrios que lamentablemente no se rompen. Vidas que terminan y sueños que se desploman. ¿Ya quiere ver las imágenes?

Lamentamos desilusionarlo: no las tenemos. De hecho, no tenemos ninguna. Y si las tuviéramos, no las mostraríamos. Por respeto a las víctimas y por respeto a sus familias. Sin embargo, sí preocupa que tanto usted como yo, en algún momento de esta lectura, nos haya asaltado la duda, la curiosidad, ese deseo genuino de observar la muerte y el dolor de cerca.

Los medios de comunicación saben eso. Nos conocen. Saben lo que le gusta a la gente y, regla número uno del rating, dale a la audiencia lo que le gusta. No importa si para conseguirlo hace falta sangre, muerte y dolor. No importa en lo absoluto.

Les advertimos que las siguientes imágenes pueden herir susceptibilidades… y luego llega la puesta en escena. El menú es variado, y si se logra captar un muerto ponle las imágenes distorsionadas pues, pero no tanto, que se vea un poquito, ¿no? Y mira, ahí llegan los familiares: Señora, señora, usted conocía al difunto, le preguntan. Y graba eso, ¿estás grabando no? ¿Quién es, señora: es su hijo, es su padre, es su hermano? ¿Cómo está usted, cómo se siente, y en qué momento va a empezar a llorar? ¿Ya pudo reconocerlo? El zoom de la cámara cada vez se aproxima más, hasta enfocar claramente su rostro. Ya no importa el muerto, ahora importan las dramáticas escenas de dolor.

¿Sigues grabando, no? Alista el micrófono, que tengo que hacer un par de preguntas. Y empieza el ritual que incita hacia el dolor desgarrador, porque eso le gusta a la gente, imaginar que lo  que estamos viendo también nos pudo pasar a nosotros, y sentir alivio, pena y alegría. Sí, alegría de saber que estamos bien y a buen recaudo… ¿Señora, quién es la persona que está ahí? Es mi hijo. ¿Y qué cree que pudo haber pasado? No lo sé, esta mañana me despedí de él, se le veía tan contento. Eso, eso… ¿en qué momento vas a llorar? ¿Y cómo era él? ¿Alegre, bromista, juguetón? A ver si con eso se logra. ¿Y lo extraña? ¿Y si estuviera al frente suyo qué le diría? ¿Qué pasaría si logra despertar y por un instante abrir los ojos y cansado y enfermo y con la sangre en la cara logra decirle: ayúdame mamá? ¿Qué le diría? ¿Que lo extraña, que lo quiere, que quisiera darle un último abrazo y un beso y decirle que todo estará bien, que no sufra, que ya va a pasar, y que ya muy prontito se volverán a encontrar? ¿Eso quisiera decirle? ¿Por qué llora señora? Un pañuelo para la señora, por favor, y agua de azahar para que se tranquilice.

Así es como juegan con nosotros. El ritual del dolor ya es casi una rutina, el pan de cada día, y nosotros nos damos el banquete. Nos gusta. A veces nos sentimos saturados, nauseabundos y no lo consumimos, pero son pocas las veces. Eso hace que el círculo vicioso nunca se termine. Vueltas y vueltas, y se seguirán inventando eufemismos a modo de advertencia, pero nada habrá cambiado. ¿Qué podemos hacer? Dos pasos: Primero, entender que la naturaleza y la mente humana a veces nos juegan malas pasadas. No culparnos por eso. Segundo, ser fuertes y dejar de consumir, no alimentar el círculo vicioso. Rebelarse es la única salida. Y la más valiente también.