La conciencia por parte de la población del carácter sistémico de la corrupción estatal transformó el reciente proceso electoral, para bien o para mal. Las plataformas de los principales medios de comunicación nacionales y las redes sociales, aunque espacios dramáticamente plagados de mecanismos de la posverdad, permitieron un dinamismo sin precedentes de la circulación de la información relacionada a los escándalos que se extendieron durante todo el mes de julio.

Si bien como sociedad estamos lejos de comprender que “con el voto también se lucha”, la frase del candidato Enrique Fernández que se hizo popular, es evidente que del escepticismo y la esperanza surgió un tipo bastante particular de participación política. Meramente virtual y anti, lamentablemente, pero que ha abierto la esperanza de una reconfiguración de la concepción que actualmente tenemos de nuestro rol como ciudadanos. Sin embargo, también es lamentable ver que, en el reverso, el carácter estigmatizador de nuestras polémicas sigue tan fuerte como siempre.

Los últimos días resultaron como un flashback de lo que pasó hace poco más de dos años, cuando el anti fue la principal fuerza movilizadora de acción política y convirtió aquellos momentos finales en una especie de carrera agónica por la salvación. Las razones son ahora más que nunca evidentes, ante las conexiones con el crimen de las que los personajes de los que se nos quiere salvar no se pueden desprender. Sin embargo, los sectores salvadores son específicos, se sabe en qué parte del espectro social se ubican y, asimismo, cuáles y cuántos son, para estos, aquellos otros sectores que al parecer no quieren ser salvados.

El pueblo es ignorante y, por eso, es la razón de nuestras desgracias. Esa idea, aunque en el día a día se la intenta encubrir (con poco éxito), aflora sin censura y hasta como discurso oficial de varios de estos salvadores dentro del reciente contexto. El pueblo es inculto y, por eso, no quiere entender que estos candidatos son delincuentes, violadores, asesinos. Su falta de cultura y educación nos estanca, no nos deja ser el país, la ciudad que realmente deseamos y merecemos. El paroxismo aparece cuando toda opción diferente nos parece ignorante e inculta y cuando el antidemocrático no es ese otro al que tanto juzgamos, y repudiamos.

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Los comicios electorales se alejan de su aura de fiesta democrática al dejar traslucir de manera más evidente las terribles dinámicas clasistas, homogeneizantes y profundamente discriminadoras que suponen la huella constitutiva de una sociedad poscolonial. Más que falta de empatía, la concepción de lo Otro como lo abyecto y lo incivilizado cierra toda posibilidad de diálogo y, por el contrario, remarca la inconmensurabilidad de nuestras diferencias.

El camino por recorrer es largo, como lo venimos escuchando también desde hace mucho. Aprovechemos estas nuevas posibilidades de circulación tecnológicas y promovamos el ejercicio de una ciudadanía participativa, no en tanto lucha de 48 horas para que salga mi candidato ni tampoco en tanto lucha de 24 horas para salvar Lima o el Perú de una catástrofe al parecer inminente. Promovamos esta participación en tanto aceptar el voto diferente y comprender que, más allá de una falta de cultura o de educación, la verdadera lucha está en las urnas, pero también, y sobre todo, en la visibilización de históricos estigmas.