«Los títulos universitarios de un hombre no significan nada para mí hasta que veo lo que es capaz de hacer con ellos».

– Henry Ford

Prólogo

Durante las reuniones familiares, siempre hay algún pariente mayor que aprovecha la ocasión para narrarnos historias de su juventud. Si dedicas un momento a preguntarle sobre sus primeros trabajos, tal vez notes que hay un patrón peculiar: seguro los consiguió con relativa facilidad y parecería que, en aquel entonces, el mercado laboral era menos exigente con sus requerimientos. Por ejemplo, en el pasado, era suficiente con demostrar que habías concluido el colegio satisfactoriamente para acceder a un empleo. Sin embargo, en la actualidad, las empresas exigen cada vez más títulos universitarios a sus postulantes, incluso cuando se trata de puestos que antes no requerían una acreditación. A este curioso fenómeno se le conoce como inflación de la educación. Hoy en, Voz Actual, venimos a tratar esta situación para agitar un poco el avispero y divertirnos en el camino.

Tampoco te ilusiones sobrino: en el pasado no todo era color de rosa. Quizás conseguir trabajo era más sencillo, pero las condiciones laborales a veces eran terribles.

¿Estamos más educados que antes?

La respuesta a la pregunta es sí. De hecho, no debería sorprendernos que la generación de los millenials (los nacidos entre 1981 y 1996) es la más calificada de toda la historia, pues cuentan con más títulos que sus padres o abuelos, según Pew Research. A pesar de ello, no es extraño toparse con vacantes laborales que demandan años de experiencia, conocimiento de múltiples idiomas, dominio de herramientas informáticas, entre otros requerimientos o estándares a veces inalcanzables. Puestos que solo demandan un nivel intermedio de habilidades como asistente administrativo, representante de ventas o inspector, ahora solicitan grados académicos.

Joven promedio buscando un trabajo. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

¿Cuáles son las posibles causas?

Hay quienes se refieren a los millenial como la generación “más desafortunada”.  Por ejemplo, en Estados Unidos, el millenial promedio ha experimentado un crecimiento económico más lento desde que ingresó a la fuerza laboral que cualquier otra generación, según The Washington Post. Sin embargo, una causa más probable es la que nos muestra la teoría del  signaling: atravesar la universidad amplía nuestras capacidades; pero más aún, envía una señal a las empresas contratantes. En concreto, un título o grado académico es un indicador que avala que quien lo posee ha aprobado con satisfacción duras pruebas, por lo que es más probable que la persona sea la combinación de talento y esfuerzo que ellas buscan. En otras palabras, un título académico grita por ti «soy muy inteligente, ¡créeme!». Las empresas por su parte, ya que no son omniscientes, deciden dar más importancia a estas credenciales por encima de tratar de medir las capacidades reales del individuo. De este modo, un título funciona como un proxy o sustituto de las aptitudes.

Pero ¿qué hay de malo?

La inflación de grados académicos está acompañada por dos problemas.

El primer problema es la sobrecalificación. Esto se refiere a una circunstancia en la que una persona ha dedicado recursos a ampliar sus capacidades, pero que, dadas las circunstancias, no está generando ventajas para la sociedad. Imaginemos, por ejemplo, a un PhD. en química que labora  por el resto de su vida como un guardián de almacenes. Resulta preocupante (y un poco triste) porque las habilidades se encuentran dormidas y hasta corren riesgo de “oxidarse”. Más aún, la persona posiblemente haya desperdiciado su valioso tiempo que podría haber destinado al estudio de otra materia más útil o inclusive al ocio.

Algunos trabajos solo requieren conocimientos intermedios de Google, Excel y algún otro programa, pero muchos empleados han llevado cursos de contabilidad, economía, finanzas y marketing, etc.

El segundo problema es el sobreendeudamiento. Teniendo en cuenta que la inflación de grados se convierte en un espiral negativo que excluye cada vez más a las personas sin títulos, los jóvenes podrían sentirse presionados a ingresar a una universidad. No obstante, acceder a una buena educación en ocasiones es costoso y Estados Unidos conforma un claro ejemplo. En este país, las personas suelen endeudarse para financiar sus estudios. Podría sonar trivial, pero al sumar la deuda estudiantil de todas las personas, esta cifra llega a nada menos que $1,750,000,000,000 en 2023 (La cantidad de ceros no es broma – Fuente: Forbes)

Un pre-grado en Harvard cuesta al año aproximadamente $50,000 en matrículas y cuotas, pero el monto puede aumentar hasta casi $80,000 al considerar alojamiento y otros gastos (Fuente: Invesopedia).

Epílogo: ¿credencialismo o profesionalización?

Para algunos la inflación de grados es un buen augurio. Según ellos, este fenómeno significa que cada vez los puestos son ocupados por personas más profesionales; es decir, individuos más hábiles, éticos y responsables. Para otros esta es una situación negativa: en el fondo la preocupación fundamental de las empresas es conseguir trabajadores capaces y, sin embargo, buscan en los títulos porque son sustituto (o proxy) de aptitud y actitud.

Independientemente de la postura que defiendan, parece haber algo todavía más claro: la inflación de grados y el desempleo juvenil están cada vez más relacionados. Para Peter Thiel, las circunstancias alrededor de la universidad se prestan incluso para conjeturar si acaso se trata de una “burbuja”, como la inmobiliaria del 2008. Para los economistas, esta situación nos deja pensando en cuáles serán las nuevas tendencias del mercado laboral y si acaso la competencia será más feroz y encarnizada. Por encima de todo, esto debería ser una invitación a preguntarnos una vez más ¿cuál es el verdadero propósito de la educación superior? y ¿qué significa realmente ser “profesional”?

Edición: Camila Chong