¿Segunda semana de clases y ya te sientes agobiado/a con los pendientes?, ¿qué tan bueno/a eres organizándote y planificando?, ¿crees que lo haces bien?, ¿no habrá algo que estás dejando de lado? Este breve relato, contado a finales del ciclo anterior, nos hace reflexionar sobre las cosas que, quizás, no estamos haciendo tan bien; sobre esos pequeños pero importantes detalles que vamos olvidando en nuestro agitado día a día.

Terminando una aburridísima clase de Procesos Económicos, Henry Montalbán se dirigió rápidamente hacia la plaza Geis, en busca de mejor señal para realizar una llamada importante. En el trayecto, pensaba en el tiempo que tendría que prepararse para su última práctica de Matemáticas 3. Era la segunda vez que llevaba el curso, y por nada del mundo podía darse el lujo de reprobarlo una vez más. Al parecer, las clases de refuerzo universitario no estaban dando resultado y, por si fuera poco, las incómodas preguntas realizadas en casa se hacían cada vez más frecuentes.

Su calculadora científica, que curiosamente ahora llevaba en la mano, le había pronosticado que aprobando con buena nota la última práctica, podría llegar más tranquilo al examen final. Esto le generaba mucha angustia, la cual le había traído como consecuencias –unas más notorias que otras– un significativo aumento de peso producto de la escasez de sueño, las altas dosis de café por las noches y, por sobretodo, las pésimas combinaciones a la hora del almuerzo. Para colmo de males, no podía evitar distraerse cada vez que veía pasar, en la cafetería del sexto, a la chica de cabello largo y ensortijado, ojos color café, y cándida sonrisa; y quien, para su mala suerte, le ocasionaban un bálsamo de pensamientos e ideas que terminaban inevitablemente en largas horas de conversaciones y diálogos internos.

Después de sentarse en una de las bancas de la plaza, sacarse la polera debido al clima rebelde de la ciudad, e intentar tres veces marcar correctamente el número, la llamada por fin ingresó:
– Aló, ¿abuela? –dijo
– Sí, hola, Henry- ¿Vienes para almorzar? –le respondieron.
– Justo de eso quería hablar. – ¿Te esforzaste mucho en el almuerzo? – preguntó Montalbán, esperando una respuesta negativa.
– No, mi hijo –respondió la abuela–. De hecho, te iba a calentar una comida que sobró de ayer –agregó.
– ¿Sabes lo que pasa?, que justo al impertinente de mi jefe de práctica se le ha ocurrido programar una asesoría para esta tarde.

– Sí, te entiendo –dijo la abuela–. No te preocupes, como te dije, no me alcanzó el tiempo para preparar algo especial. Mejor almuerza por allá– le recomendó.
– Está bien. Pero queda pendiente. No te libras tan fácil de mí. –dijo Henry Montalbán, en un tono juguetón.
– Cuídate, Henry. Y almuerza bien. Nada de esas golosinas que tanto te gustan.
– Eso haré. Un beso. Nos vemos.–dijo Henry, y acto seguido colgó el celular.

La abuela dejó la mecedora, apagó la novela turca en la mitad, fue a la cocina, y sin mucho apuro destapó la fuente de causa rellena que había preparado hoy por la mañana, probó un pedazo del costado, y pensó que la receta que había visto por televisión, no era tan buena como se la había imaginado.

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