Y por eso el tema no me ha importado lo suficiente como para dejar de ser indiferente.

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Un par de días atrás, cuando un taxista me preguntó qué pensaba sobre el cierre de universidades por la SUNEDU, le respondí automáticamente (tanto que mi discurso parecía ensayado) que estaba de acuerdo. Defendí que era la responsabilidad de esta institución velar por una correcta formación académica en los alumnos, que era muy importante que las universidades que solo buscan lucrar con el estudiante dejen de funcionar y que la reforma debía seguir continuando para que un futuro el ámbito educativo tenga una mayor regulación.

El taxista me miró y me dijo “Claro, claro, pero permítame corregir mi pregunta: yo quería saber qué pensaba sobre los alumnos de estas universidades, sobre los plantones que están haciendo y la situación en la que van a estar”. La respuesta automática no salió a resplandecer en esta ocasión. Me quedé callada y, por lo que pareció una eternidad, traté de pensar en todo lo que sabía de ellos: nada.

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Yo “sabía” sobre el tema: había leído un par de artículos, escuchado algunos reportajes y visto docenas de memes. Sin embargo, realmente nunca me había puesto en el lugar de estos estudiantes. Términos como plazos de dos años, convenios y trasferencias pasaban por mi mente, pero agradezco haber sido lo suficientemente prudente (para variar) para no intentar cubrir mi ya dañada imagen ante el taxista con un paporreteo sin pies ni cabeza. En esos momentos, me di cuenta de que mi posición privilegiada como estudiante de una universidad que no estaba ni en el más remoto peligro de ser cerrada me llevó a que en ningún momento dentro de mi “ajetreada” agenda me hubiese detenido a pensar en ellos, en los estudiantes.

Claro, en mi mente, la regulación está bien. En mi forma de pensar, ya está muy instaurado el hecho de que no tenemos el mejor sistema educativo y que estás medidas son necesarias para que el problema no se siga arrastrando. Sin embargo, en este artículo no me quiero enfocar en las 19 universidades a nivel nacional cuya licencia ha sido denegada y las razones de esta decisión. Me quiero enfocar en los miles de jóvenes peruanos que se encontraron un día con la noticia de que su tiempo, dinero, esfuerzo, sueño y trabajo estaban en tela de juicio (solo seis de estas universidades acogen a 3270 estudiantes).

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Hay que poner bajo el reflector a los verdaderos protagonistas de esta problemática: los estudiantes. En nombre de ellos y de su bienestar, se está haciendo la reforma. Entonces, con más razón, al analizar el tema, son los zapatos de los afectados en los que nos tenemos que poner, así que jugaré con supuestos. ¿Qué hubiese pasado si cerraban mi universidad?

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En primer lugar, los primeros cinco minutos hubiese entrado en pánico. Luego hubiese entrado a internet para investigar mis soluciones (nótese mi esperanza en que estas existen). En el caso de que “solo” me faltasen dos años (o menos) para terminar mi carrera, quizá hubiese respirado hondo y me tranquilizaría al ver que la universidad tiene un plazo de dos años para concluir sus funciones. Por supuesto, no mucho tiempo después hubiesen aparecido en mi mente otros dilemas: tengo que llevar todos mis cursos obligatoriamente; no puedo permite jalar y cuando salga voy a tener que rogar por un trabajo porque, ¿quién va a querer contratar a un egresado de una universidad que fue cerrada, entre otros aspectos, por la mala formación que ofrece?

En el caso de que me falten más de dos años para graduarme, el cambiarme de institución es un hecho. Recordaría que si mi universidad tiene algún convenio con otra entidad podría convalidar mis cursos. Sin embargo, también recordaría la historia de mi amiga que se trasladó de una universidad del consorcio a otra y apenas le convalidaron un par de cursos.  En mi caso, ¿cómo convalidarme un curso que aparentemente no ha sido lo suficientemente bueno? Y todo esto no excluiría el recordatorio constante en mi cabeza de que el tiempo, las amanecidas, el esfuerzo y el dinero que había  invertido ahora ya no están. Que se vayan con su “te queda la experiencia” para otro lado. El hecho es que tengo que cambiarme de universidad con la esperanza de tener el dinero suficiente para cubrir otra pensión, o lo requerido para ingresar a una universidad nacional. Al fin y al cabo se reduce a eso o no estudiar, y no quiero agregar mis sueños a mi lista de cosas perdidas.

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No solamente el Estado tiene que cumplir un rol activo en esta problemática, sino también las instituciones privadas y todos nosotros, como sociedad. Estamos hablando de toda una generación que en estos momentos está sufriendo los estragos de nuestras problemáticas sociales más antiguas y arraigadas: la desigualdad, la corrupción, el egoísmo, la baja educación y la pobreza. Así como el pobre no es pobre porque quiere, estos alumnos (al menos una gran parte de ellos) no eligieron su universidad en completa libertad.

Su libertad, entendida en este artículo como la amplitud de capacidades –opciones- estaba restringida. No es una cuestión de “vagancia” o de “llevársela fácil”. Es una cuestión de no tener un abanico de posibilidades lo suficientemente grande como para poder considerar otra opción. En Arequipa, por ejemplo, solo cuatro de las ocho universidades que entraron al proceso de licenciamiento han sido aprobadas. Los arequipeños han vuelto a sufrir, entonces, una restricción de sus capacidades. Esto se debe a que no todos tienen la capacidad de migrar a Lima ni la capacidad de dejar de trabajar, prepararse y postular a una universidad nacional. Y ahora tampoco tienen ocho opciones cerca a su hogar. Tienen cuatro.

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Con este artículo, les pido que por unos minutos recuerden que aquí la decisión de los alumnos no está entre una mejor o peor universidad: para muchos es o estudiar en esa universidad o simplemente no hacerlo. Les pido que recuerden que, si bien la reforma es necesaria, ayudar y aportar para que el abanico de posibilidades de estos estudiantes se agrande es igual de necesario. Así quizá si alguien les pregunta qué piensa del cierre de universidades no van a cometer mi error de centrarme en lo fáctico y funcional de la medida, sino en sus protagonistas. Quizá se les ocurra una solución y quizá puedan apoyar a que una persona tenga una opción más para elegir.

 

Edición: Paolo Pró