“Lo  difícil no es desarrollar nuevas ideas, sino escapar de las antiguas” – Keynes

No solo estamos a un pasito de llegar a Rusia 2018: el Perú está más desarrollado que nunca antes. El país mantiene la democracia, económicamente ha experimentado más de 20 años de crecimiento, y la pobreza se ha reducido en casi 50 puntos porcentuales (aunque nos está costando reducir el 20% restante). Negar el progreso alcanzado con el sistema actual sería tan insensato como convocar a Claudio a la selección.

Sin embargo, no todo es positivo: en los últimos 25 años la felicidad de la población se ha mantenido estancada[1], en promedio se trabaja más horas que antes[2], el estrés, la ansiedad, y sus consecuentes enfermedades se han multiplicado[3], y estamos destruyendo el medio ambiente. La economía que se estudia en las universidades no suele analizar estos problemas, cuando son tal vez los mayores desafíos que enfrentamos hoy.

La competencia es una característica del sistema actual. La misma es buena, se repite, porque permite ganar eficiencia, generar crecimiento, y con ello mejorar el bienestar general. Sin embargo, ¿qué pasa si la “competencia” se reemplaza por “viveza”? ¿Sería justo? Lamentablemente eso pasa, por ejemplo, al observar el modo como Odebrecht ganaba la “competencia” a través de sobornos para hacer obras públicas en el país. Y en otro nivel, ¿qué pasa si la “competencia” se da en condiciones inequitativas? Nuevamente, este el caso de nuestro país, donde algunos cuentan con muchos recursos que les permite tener ciertos beneficios, mientras otros deben hacer frente a adversidades definidas por el lugar y condiciones de su nacimiento (es inevitable que esto suceda, pero la cuestión es cómo se equipara la cancha). Las consecuencias de este tipo de competencia son frustración, desconfianza, insatisfacción. Por más que crezcamos, no somos más felices.

Detrás de esta competencia hay un deseo de querer siempre más. El problema con esta idea es, como bien lo plantea el expresidente uruguayo Pepe Mujica, que los bienes consumidos no los pagamos con dinero, sino con el tiempo de vida que gastamos en conseguir ese dinero[4]. Entonces, al acumular bienes, lo que perdemos es tiempo de vida, y eso no se recupera. Nuestra felicidad depende de nuestra posición relativa respecto a los demás y caemos en una trampa que bien puede explicar los indicadores negativos presentados previamente.

dinero vision

¿El dinero nos impide disfrutar de cosas más sencillas?

¿Qué alternativas tenemos (desde la economía)?

Lo primero es cambiar la manera como observamos el desarrollo. ¿De qué nos sirve el crecimiento del PBI si destruimos el ambiente, trabajamos más, y vivimos más estresados? Amartyan Sen y Joseph Stiglitz, dos premios Nobel de Economía, junto a Jean-Paul Fitoussi, publicaron un conjunto de recomendaciones para cambiar los indicadores con los cuales medimos el desarrollo[5]. Algunas recomendaciones son discutir en mayor medida cómo equiparar la cancha –la famosa desigualdad–, considerar el impacto sobre el medio ambiente, y priorizar medidas que se centren en el bienestar humano, en vez de observar sólo la producción, como lo hace el PBI.

A un nivel personal también hay opciones. Lo primero es empezar a valorar más los espacios de compartir, ocio de calidad (que no se limite a ver Netflix y salir de fiesta), y el tiempo libre para cultivar los afectos. Aunque nos declaremos en contra de los excesos, terminamos cayendo en los mismos porque no nos damos opción, y el entorno nos empuja a eso.  El trabajo, dinero y consumismo nos terminan haciendo prisioneros, y la falta de libertad nos impide disfrutar de las cosas sencillas que finalmente permiten una felicidad genuina y duradera.

Después de todo, no hay tanta ciencia detrás de la explicación del porqué, a pesar del crecimiento, nuestra satisfacción con la vida no ha aumentado.

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[1] La evidencia empírica sugiere que al llegar a un umbral de ingreso mínimo, la felicidad no crece por más que aumente nuestro ingreso y consumo (Layard, 2003;  Max-Neef, 2011). Esto mismo ha sido estudiado por Jürgen Schuldt para el caso peruano (2013).

[2] El número promedio de horas trabajadas se redujo hasta 1980, año a partir del cual empezó a aumentar. Coincidentemente, encuestas en todo el mundo muestran que una de las quejas más habituales de las personas es la falta de tiempo.

[3] http://www.businessnewsdaily.com/2267-workplace-stress-health-epidemic-perventable-employee-assistance-programs.html

[4] https://www.youtube.com/watch?v=ykTAh3VVkxU

[5] http://library.bsl.org.au/jspui/bitstream/1/1267/1/Measurement_of_economic_performance_and_social_progress.pdf