A lo largo de toda la contienda electoral, se ha visto cómo cada candidato propone “aumentar la inversión en infraestructura” o crear el ministerio de infratutura, dado que, innegablemente, uno de los objetivos para el desarrollo del país es cerrar brechas de infraestructura. 

Desde hace un buen tiempo, se creó el “Plan Nacional de Infraestructura para Competitividad” que, principalmente, identifica problemas que el Estado debe mitigar para mejorar el bienestar del país, relacionados a índices de pobreza-población, competitividad o, incluso, buen financiamiento. En ese sentido, se busca priorizar proyectos con potencial económico, al ser estos medios que muchas veces permiten alcanzar niveles de acceso más altos a servicios básicos como agua, transporte, saneamiento, salud, entre otros, en las comunidades.

Los candidatos que pasaron a segunda vuelta tienen un deber muy importante desde el Consejo de Ministros: establecer los proyectos de infraestructura que son prioridad en tiempos de pandemia. De hecho, durante las sesiones de debates presidenciales, he notado que un excandidato en particular propuso la reanudación de los proyectos como Conga o Tía María.

Sin embargo, no pretendo entrar al detalle de cada proyecto, sino más bien centrarme en algunos aspectos generales que surgieron a raíz de estos. Recordemos que ambos proyectos tuvieron como eje central de conflicto el impacto ambiental que generaba a los miembros de cada comunidad. Peor aún, con la precaria legislación registral y zonificación ecología, permitía que se dé pie a cuestionarse lo siguiente:

¿Desarrollo o Derechos?

¿Qué criterios se toman en cuenta para determinar si un proyecto va o no va?

Aquí se debe realizar un examen de ponderación de deber-derecho, como los de propiedad o posesión y el desarrollo del país, así como la normativa aplicable, pero la insuficiencia de esta hace el análisis más complejo. Para compensar esta insuficiencia, se recurren a los diversos precedentes de la Corte IDH, cuya postura es más garantista respecto a estos proyectos de desarrollo de infraestructura. Esto significa que debe existir un respeto hacia los derechos de las personas que viven tanto en la misma zona en la que se realizará el proyecto, como en las aledañas, lo cual explica la idea de que los terrenos forman parte de una cultura milenaria.

Ahora bien, tomando en cuenta lo sucedido en años anteriores tanto en Conga como en Tía María, debemos ser más conscientes de que la búsqueda del desarrollo económico no es una facultad absoluta del Estado; es decir, no se debe ejecutar un proyecto a como dé lugar.

Un claro ejemplo para evitar un conflicto de tal magnitud es la consulta previa, la cual no debe ser utilizada como mecanismo solo para “cumplir”. Al contrario, esta figura debe utilizarse para lograr un entendimiento entre los actores involucrados al momento de planificar una obra pública para así lograr un consenso.

¿Qué entendemos por consulta previa? Es un derecho que permite a los pueblos indígenas dialogar con el Estado buscando llegar a acuerdos sobre decisiones que pueden afectar sus derechos colectivos, existencia física, identidad cultural, calidad de vida o desarrollo. Además de participar en la toma de decisiones les permitirá acceder a mejores oportunidades para vivir de acuerdo a sus prioridades.

Finalmente, todo ese embrollo se evitaría siempre y cuando nuestro querido Poder Legislativo se pusiera las pilas para proponer legislación acorde a lo que se espera, dejando las reglas claras del juego. En ese sentido, quienes sucedan al poder, tanto desde el Ejecutivo como el Legislativo, deben repensar las implicancias que toma afirmar a viva voz un monto determinado de inversión o la reanudación de proyectos paralizados y dejar de creer que, por ejercer el poder coercitivo del aparato estatal, o sea la sartén por el mango, ya la tienen fácil, porque no es como lo pintan.

Editado por: Raisa Escudero