“La ciencia no es una lista que aprender”, nos dijo una profesora en el primer ciclo de Biología en la Universidad Peruana Cayetano Heredia (UPCH), “sino una historia que contar”. Sin embargo, ¿qué historia es la que los zoólogos cuentan? ¿Cuál es la que quieren contar? ¿Es la misma que la que deberían contar?

Permítanme iniciar este disparo al pie de mi propia carrera con una historia sobre sirenas. Hydrodamalis gigas. Vaca marina de Steller. Fue reconocida por Georg W. Steller (descubridor y epónimo de la especie) como el único miembro del orden Sirenia que habitaba aguas frías. De hecho, fue durante su viaje por el círculo polar ártico a bordo del Sviatoi Piotr, comandado por el mismo Vitus Bering que le daría su nombre al mar que atravesaban, cuando el doctor Steller la encontraría nadando plácidamente en 1741. Para 1770 no habría ni una sola Hydrodamalis más nadando en el mar de Bering. Menos de 30 años fueron suficientes para que los balleneros acabaran con ellas.

Consumidas como alimentos y combustible, las vacas marinas no estaban equipadas para defenderse.

Consumidas como alimentos y combustible, las vacas marinas no estaban equipadas para defenderse.

Un siglo después—y miles de kilómetros al sur—no vemos una historia de terror, sino más bien un cortometraje. David Lyall, un botánico escocés que cruzaba por Nueva Zelanda en 1894, decidió hacer una parada en la Isla de Stephen. Ahí, en una isla recientemente ocupada con un faro, tres cuidadores y sus familias (un total de 17 personas), Lyall notó que el gato de uno de estas traía una pequeña ave a casa, usualmente sin vida. Lyall informó a Walter Buller, naturalista neozelandés, quien hizo público el descubrimiento a la comunidad científica angloparlante. Cuando Henry H. Travers, otro naturalista neozenlandés, trató de avistar más especímenes en su ambiente natural en diciembre de 1895, no había más. Era Traversia lyalli o “reyezuelo” de la Isla de Stephen. El propio gato de Lyall había ayudado a diezmar la población.

Un descubrimiento científico es un faro para la intromisión de más especialistas. Rara vez tienen intensiones nefastas (dudo mucho de que Lyall haya pensado en el voraz apetito de su gato Tibbles como un motor de extinción en potencia, sobre todo cuando el concepto de extinción aún era percibido con recelo). Pero la señal es inequívoca y de muy fácil distinción para personas con fines inescrupulosos y tanto más innobles que la clasificación taxonómica.

Y la era de la información no lo ha hecho ni un ápice más llevadero para la biósfera.

Pensemos en pequeño, lindo y llamativo: lagartijas, imanes para coleccionistas. No tan fáciles de atrapar (a ver, anda con una caja y una pala a Cerro Azul y trae una), pero suelen ser fáciles de mantener, de reproducir y—en un mundo donde Amazon e eBay imponen el estándar—cómicamente fáciles de transportar. ¿Qué hay con ellas?

2010 se clasifica Cnemaspis psychedelica al geco psicodélico endémico del mísero parche de 8 km2 que es la isla de Hon Khoai en Vietnam. A partir de 2013, esta especie es vendida regularmente a € 2500 el par reproductivo. 2012 se conocen los detalles de Lanthanotus borneensis o “lagarto monitor sin orejas” de Borneo en Kalimantan. Esta, interesantemente, es protegida por leyes nacionales, mas no por la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES). Dada esta restringida consideración, poco o nada limita su libre comercio en República Checa y Alemania. Es aún más trágico cuando una especie se piensa desaparecida de su ambiente natural por más de 60 años, sólo para verse comercializada en línea un año luego de su redescubrimiento, como sucedió con la serpiente colúbrida Archelaphe bella chapaensis en 2010. A € 1650 el parcito, joven. A las variedades redescubiertas luego de considerarse oficialmente extintas se les conoce como especies “Lázaro”, y el furor científico rápidamente se traduce en demanda comercial y en ganancia para el mercado negro. Otros dos tristes casos son los de Abronia campbelli y Siebenrockiella leytensis, rápidamente cazadas hasta bordear la extinción.

Un caso particularmente funesto es el de Goniurosaurus luii. Inmediatamente después de su descubrimiento y descripción en el sudeste asiático, fue cazado hasta ser totalmente extirpado de su hábitat natural y comercializado por más de € 1500 cada uno. Frente al nefasto fin de la especie, los herpetólogos Jian-Huan Yang y Bosco Pui-Lok Chan tomaron una decisión radical: autocensurarse. En el artículo de 2015 de Zootaxa donde describen a otras dos especies del mismo género (G. kadoorieorum y G. kwangsiensis), los valientes autores explican literalmente que “debido a la popularidad de este género como mascota de novedad y a recurrentes casos de descripciones científicas llevando a la herpetofauna al borde de la extinción por coleccionistas comerciales, nosotros no publicaremos las localidades de recolección de estas especies”.

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G. luii

¿Es esta la única solución? ¿Autocensurarse y abstenerse de incluir información sensible? No la que uno querría, pero tal vez sea lo mejor, según explican David Lindenmayer y Ben Scheele en su ensayo Do not publish en Science. Tres son los principales daños que le hace la publicación explícita de ubicaciones clave al estudio de las especies y a las especies mismas, según los autores. En primer lugar, el acceso irrestricto a la información geográfica de especies es una invitación gratuita a la caza ilegal. Como ya hemos visto por las múltiples especies reptilianas amenazadas en los últimos años (una lista más comprensiva se haya en este artículo de Biological Conservation), de un par de meses a un año es a veces todo lo que necesita para exterminar una especie. En segundo lugar, este fácil y libre acceso atrae a los cazadores a tierras y aguas que muchas veces tienen dueños—dueños muy aislacionistas y celosos de su territorio. Sean agricultores o tribus en aislamiento voluntario, la intrusión de coleccionistas entusiastas, luego de que los científicos bien intencionados iniciales prometieran mantener la perturbación al mínimo, tiende a lacerar los ya delicados nexos que hay entre habitantes y académicos. Finalmente, es difícil imaginar espacio para algún respeto hacia el balance ecosistémico del lugar en cuestión dentro de la mente del cazador furtivo. Incluso esfuerzos por tranzar acuerdos de ecoturismo pueden poner en peligro a las especies amenazadas.

Termino dejando la opinión de Lindenmayer y Scheele a la valoración de los lectores. Puede ser que estén exagerando. La libertad ilimitada de información es demandada a gritos por millones de usuarios en Internet, quienes piratean diariamente millones de gigabytes de música, video y texto. Ni siquiera nosotros en somos la excepción a esta universal tendencia millenial. ¿Creen que vamos a pagar las suscripciones de más de USD 100 o si quiera comprar a USD 15 cada artículo? Nada de eso. La mayoría con toda honestidad son fácilmente conseguidos a través de Library Genesis. Pero con esa misma impunidad, pude haber sido un coleccionista inescrupuloso en Botswana o un cazador furtivo en Timor-Leste. ¿Nos diferencia la moral? Espero. ¿Para alguno fue difícil conseguir las coordenadas exactas para el último recóndito santuario de alguna especie? La mayoría de las veces no.