El anochecer de Lima del jueves 19 de julio había llegado. Habían pasado las seis de la tarde cuando pasé por el Palacio de Justicia. Me encontraba sentada cómodamente en un asiento de un carro particular, y al lado derecho, en las mismas escaleras del palacio, vi policías formados con escudos. A mi lado izquierdo, se encontraban dos señoras de tercera edad agitando una bandera del Perú, pero aquella bandera no era una común; no portaba los colores característicos desde el inicio de nuestra República: en lugar del rojo estaba el negro.

Una bandera no es tan solo un pedazo de tela porque nosotros hemos decidido, como colectividad, darle más peso. Este símbolo nacional -cómo cualquier símbolo- representa algo. En este caso, nos representa a todos los ciudadanos. Estas no se queman, no se lavan, ni se tocan, a menos que tenga un significado político. Haberlas convertido en negras no es un simbolismo tomado a la ligera. Muchos se preguntarán si en realidad tiene algún sentido hacerlo. Esto me lo contesté, cuando bajé de aquel vehículo, caminé hacia la Plaza San Martín y me quedé.

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La diversidad siempre nos ha caracterizado como nación, a tal punto, que no nos vemos como una nación íntegra. Sin embargo, esta ocasión se prestó para que todos nos uniéramos. ¿Quién estaría a favor de la corrupción? Solo los corruptos. Miles de personas nos presentamos, pero no más de 7000 (aproximadamente).  Entiendo, la gente trabaja, la gente está cansada, pero…llenamos estadios alrededor del mundo para demostrar el amor hacia nuestro país, y hasta paralizamos el día. ¿Por qué ahora no? ¿Acaso no es de interés público? El mismo 19 dije “voy a ir a la marcha” y me encontré múltiples veces con la respuesta “¿marcha de qué?”. Ojo, no es gente que para en su burbuja o que no le importa qué ocurre. Es gente que ama al país, gente que lee noticias. No hubo suficiente difusión.

Dentro de las siete mil personas, hubo “de todo un poco”. Liberales, conservadores, izquierdistas. Jóvenes, adultos, señoras y señores de la tercera edad, hasta niños con sus padres. Personas tomando cervezas, otros emolientes. Sí, me encontré con la venta de múltiples libros de ideología de izquierda. Hubo un grupo con carteles “Antauro libertad”, “Fujimori genocida”, “cierren el Congreso”. ¿Si eres centro derecha deberías tener miedo? Para nada. ¿Si había gente no tan pacífica? Por supuesto. En la esquina de la avenida Abancay con Nicolás de Piérola hubo un pequeño disturbio entre policías y manifestantes. Los noticieros hicieron un buen trabajo documentándolo, y repitiendo las mismas tomas a lo largo de su cobertura. Debo decirlo: la marcha fue más que todo pacífica. Las palabras tomaron protagonismo.

“¿Por qué estás aquí? ¿Qué crees que se debería hacer?” fueron preguntas con las que me encontré. Sin darme cuenta, tenía una cámara encima y un pechero colgando de mi casaca. Qué miedo exponerse, ¿no? Atiné a decir lo único de lo que estaba segura. “No hay nada peor que la pasividad. Nos indignamos, pero a la semana siguiente lo olvidamos. Vivimos en una cultura de corrupción que hemos normalizado”. Y es que, ¿acaso no es verdad?

Proyección de titulares fuera del Bar Zela de la Plaza San Martín

Los audios sobre miembros del CNM, congresistas y otras figuras públicas, son escandalosos, pero ¿hasta qué punto? Estas pruebas (con nombre y apellido) son alarmas para que los peruanos despertemos y nos paremos a hacer algo. La mayoría parece apretar el botón suspender ante esta alarma. Incitar la violencia no es, en lo absoluto, el motivo de este artículo. Quiero que, desde adentro, conozcan estas manifestaciones y no las encasillen como la anarquía que los medios inculcan. Esta marcha estuvo llena de diálogo.

El único problema real del uso de palabras, es no saber escogerlas. A todos nos pasa. Como mencioné previamente, varios grupos se unieron para la manifestación. Pero qué pasa cuando el orador de un grupo nacionalista ataca a aquellos con ascendencia extranjera. Qué pasa cuando la oradora de un grupo pro derechos LGTB encasilla a todas las personas religiosas como discriminadoras en una marcha anticorrupción. En el primer caso, aquellos descendientes de extranjeros que nacieron en el Perú y aman a su patria se sentirán atacados. En el segundo, aquellos creyentes en la fe (que no son discriminadores) y creyentes también en la existencia de un Perú sin corrupción, se sentirán ofendidos. Las palabras tienen mucho poder. En definitiva, muchos se sintieron identificados con la indignación de estos oradores, pero el punto de educar o convencer a alguien reside no solo en argumentos, sino en la manera en que se dicen las cosas.

Me pregunté en un principio si en realidad afectaba en algo poner una bandera negra, o a media asta. La verdad, lo que afecta es que las personas reclamen ante esta cultura de corrupción. La opinión pública es importante, recordemos que ante todo seguimos viviendo en una democracia. Podríamos levantar una bandera normal y ser conscientes ante nuestros problemas, pero si alguien que no está enterado pregunta “oye, ¿por qué esas banderas colgadas están negras?”, el mensaje tendrá mayor alcance.

Si te indigna la cultura de corrupción, los funcionarios con agenda propia, y cualquier persona que no vele por el bienestar del país, no digas “odio el Perú”. Al contrario, esa indignación significa amor por el Perú. No tomemos este 28 de julio como un sábado más, como un año más cerca al bicentenario, sino como día de recapacitación de cuánto nos falta como sociedad avanzar.