La excepción cultural es el mecanismo de protección legal para las industrias culturales, como el cine, que se propuso por primera vez al negociar diferentes tasas arancelarias para la distribución de películas de nacionalidad extranjera en Europa. Inicialmente, fue Francia quien abogó por la propuesta de la excepción a los productos culturales (especialmente, el cine) de las políticas aplicadas a la totalidad de productos comerciales; un intento por proteger las industrias nacionales europeas de la dominancia de la industria cinematográfica estadounidense. En mi opinión, este mecanismo ha resultado exitoso en propulsar industrias nacionales y democratizar la oferta fílmica, aunque en la práctica, pueda tener ángulos por reevaluar. El mayor opositor a esta política es nuestro nobel de literatura Mario Vargas Llosa (Vargas Llosa, 2004).

Para iniciar el debate, Vargas Llosa identifica los dos argumentos principales empleados por los defensores de la excepción cultural: “que los bienes y productos culturales son distintos a otros bienes y productos industriales y comerciales”, ya que la oferta y la demanda resultarían en la “bastardización” de la calidad y que “los productos culturales deben ser objeto de un cuidado especial por parte del Estado porque de ellos depende, de manera primordial, la identidad de un pueblo” (Vargas Llosa, 2004).

Refuta el primer argumento al asociarlo con la “libertad de elección” y propone que la excepción de los productos culturales, así como mecanismos como la cuota de pantalla, implican una censura, ya que buscar conducir el proceso de decisión de consumo cultural hacia lo que los círculos de poder denominan “alta cultura”. Con este proceso, las artes funcionan fuera de la ley de oferta y demanda, en lo que Vargas Llosa denomina “despotismo ilustrado” (Molina Foix, 2004). Bajo esta lógica, la propulsión de la cultura mediante proteccionismo estatal implica una relación inversamente proporcional con la libertad de elección; su solución: la educación temprana.

A mi parecer, la lógica de Vargas Llosa falla cuando asume que menor intervención implica mayor poder de decisión, ya que la noción de que la oferta crece sin la excepción cultural es difusa. El cine comercial de masas, en especial la industria estadounidense de franquicias como Marvel o Rápidos y furiosos, no necesita de ningún proteccionismo, ya que tiene mucha demanda. Por otro lado, el cine experimental, alternativo, de autor, de género o independiente se apoya mucho en el financiamiento de los Estados para siquiera realizarse (Trueba, 2004). Luego, al momento de la distribución, este cine suele requerir una exigencia adicional para hallarse dado que ocupa una menor cantidad de pantallas, por lo que la excepción cultural, en todo caso, permite ampliar la oferta de alternativas por consumir, donde el ciudadano finalmente tiene total capacidad de decisión. Vargas Llosa tilda de antidemocrático cualquier excepción en el mercado, pero en la práctica esta llevaría a una oferta cinematográfica comparable a una democracia con un solo partido elegible (Vargas Llosa, 2004).

Donde Vargas Llosa sí atina en su análisis es que esa libertad de elección que sostiene es muy ilusoria. La civilización del espectáculo, sin duda, genera consumidores pasivos y poco críticos que responden a la experiencia del cine como una búsqueda de emociones fáciles y digeribles. Si hasta hace treinta años existía un cine comercial que tenía cierta dignidad, que dialogaba con un espectador inteligente, hoy en día ha bajado su nivel. Las producciones contemporáneas dialogan con un espectador infantilizado que ha bajado su promedio intelectual y comprende el cine únicamente como un medio escapista. Su solución, la educación sobre el buen arte, es tanto idílica como cierta, pero apunta más a una solución teórica, final e integral que a un real mecanismo que se pueda poner en práctica (Varga Llosa, 2004).

Sobre el segundo argumento, Vargas Llosa critica la noción de “identidad de un pueblo” como una ideología nacionalista que prepara el terreno para la censura y la doctrina política. Sobre este punto, coincido con Vargas Llosa. La noción de una “identidad nacional” es a posteriori, dado que las esencias son permutantes y, por ello, no puede conformarse un listado de elementos que identifiquen una nación cambiante (Ovejero Lucas, 2005). Asimismo, las culturas pasan por muchos procesos de transformación donde se adoptan y abandonan rasgos, por lo que la idiosincrasia depende de la totalidad del presente y el pasado solo es una base. También estoy de acuerdo con que al hablar de arte uno siempre puede trazar tanto una línea nacional como una línea universal a su análisis porque se es siempre parte de una nación como de la comunidad global, aunque estos sean conceptos excluyentes.

Donde me encuentro en desacuerdo con Vargas Llosa en este punto es que no repara en que las artes se hallan envueltas en el sistema capitalista en el cual opera el mundo del siglo XXI (Vargas Llosa, 2004). Toda industria en cualquier rubro responde hoy a las naciones-Estado como ente mediador entre la ciudadanía y el trabajo. Como tales, las obras de arte son productos culturales que, sin duda, retratan la interioridad del autor, reflejan belleza, generan catarsis en el alma, expresan, pero finalmente, también comunican y conforman la cultura. Al igual que toda otra industria, incluso con mecanismos como la “excepción cultural”, las artes hoy se hallan sujetas a la ley de oferta y demanda que, como hemos ejemplificado previamente, no responde a calidad como un indicador masivo. Por ello, la protección de elementos culturales como vehículos de comunicación cultural no coloca en preferencia al cine nacional como un “espejo facista”, sino le coloca un peldaño a la producción local para poder ser avistada al lado del behemoth que es la industria estadounidense.

Edición: Paolo Pró

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