La paradoja de ser artista en una Lima del siglo XXI

Casi a un año del reclamo catártico hecho por la actriz peruana Gisella Ponce de León ante “la maldición de Instagram”, creo oportuno retomar dicho suceso como punto de partida ante la vigente y controversial demanda que amenaza y potencia (?) el rol y/o la labor del artista a través de las redes sociales.  

Quizás hace unos quince o veinte años la premisa que titula este artículo podría considerarse parte de una trama satírica ante el poder de los medios, como en la película dirigida por Peter Weir The Truman Show (1998), pero hoy en día pareciera que ser auspiciador está empezando a ser una alarmante consigna para los y las artistas respecto a la oferta laboral. Sin embargo, no cualquiera puede ser auspiciador, ya que para asegurar el alcance (masivo) publicitario es casi normativo contar con más de mil seguidores.  Como reveló y aquejó Gisella el pasado veintiuno de diciembre: “Ahora para ser actor y que te contraten tienes que tener muchos seguidores, ser influencer. Es decir, enseñar toda nuestra vida y decir que nos gustan todos los productos que consumimos. Un artista vive de su arte, no de su vida. Para eso están los realities “. Entonces, ¿hasta qué punto las redes sociales confieren una herramienta que colabore con quienes se dedican al arte? Es innegable que cumplen un excelente rol de difusión que permite llegar virtualmente a casi cualquier parte del mundo de manera inmediata, además de ser un espacio óptimo para generar nuevos contactos, pero hacer arte no es una cuestión de visibilidad per se.

Sea en el área que fuere, dentro de este ámbito, es bien sabido que la práctica y la dedicación para el desarrollo de quien se dedica al arte confiere la clave que vitaliza y mejora el talento. Ante ello, el recurso más valioso es el tiempo. Tiempo para ensayar (la danza, la actuación, la música), para escribir, para dibujar, para fotografiar, etc. Tiempo para nutrirse de otros artistas, de otras materias… para compartir y potenciar la creatividad. Tiempo para perfeccionar la técnica, para lidiar con la frustración, para remontarse, alegrarse y luego compartir la pieza. Es decir, la creación artística tiene un ciclo de vida y lo que solemos ver como espectadores es solo una parte de dicho proceso. Lamentablemente, este es casi siempre ignorado, poco valorado o incluso olvidado por una audiencia que tiende a desvanecerse al finalizar la muestra…

La forma en la que un artista da a conocer su obra adscribe una carga identitaria particular que, dentro de plataformas uniformes (como Instagram o Facebook) sin extensas horas de participación en las mismas, persistencia, empeño y mucho tino, pierde su valor diferencial (eres uno/a más del montón). En este sentido, la gestión de redes se vuelve imprescindible y a veces acaparadora de tiempo y energía. Es en este mismo escenario en donde se converge el rol del artista a través de Instagram, con el del influencer. Al ser un artista, una celebridad en potencia, se le invita constantemente (asigna) a seguir una serie de actitudes que responden al juego del mercado a través de los sorpresivos regalos (que terminan en los famosos unboxings), invitaciones a eventos y otros para capitalizar el interés del público.  

Una vez más, a expensas del recurso más valioso del artista, no solo a miras del presente y el futuro sino también del pasado (ignorando y desprestigiando todo el esfuerzo y la formación invertida por dichas personas), la mano invisible regula su rol con nuevas exigencias laborales (?).

En un país en el que urge que la vida artístico-cultural obtenga más espacios físicos dentro de las ciudades para resignificar la labor del artista, no cabe la perturbante premisa “auspicio luego existo”, sino más bien hace falta el “respeto luego propongo” al que invita Gisella. Lo esencial y honesto está en la creación, fruto del esfuerzo y pasión por el arte. Revolucionemos lo que es nuestro.  

Editado por: Kelly Mirella Pérez Valenzuela.