Lavado de manos. Distanciamiento físico. Uso de mascarillas. Tres ‘recomendaciones’ de protección que hemos tenido que aprender como la tabla del 1 a raíz de la pandemia. De ellas, la mascarilla se convirtió en un símbolo global de una batalla que no parece cerca de terminar. Sin embargo, su uso se ha visto cuestionado a lo largo de estos meses. Varios grupos a lo largo del planeta han presentado distintos argumentos que van desde lo más desatinado, como la restricción de la libertad individual, hasta lo razonable, como las dudas respecto al CO2 inhalado o el exceso de mascarillas desechadas como residuos. En contraste con lo objetado, en muchos países el uso de mascarillas ha pasado a ser una obligación, una ley.

‘Recomendaciones’ que se deberían considerar obligaciones.

Sabemos que todavía no hay tratamiento eficaz científicamente comprobado, que las vacunas están en proceso y que los contagios aumentan a medida que gran parte de la sociedad intenta levantar su economía. Como causa y consecuencia, ahora enfrentamos una realidad nueva y complicada, una que ha implicado un brusco cambio comportamental: el uso de la mascarilla.

Hasta ahora, el consenso de los especialistas en enfermedades infecciosas es que el coronavirus que causa la COVID-19 no es considerado aéreo, pero puede actuar como tal en situaciones particulares. Como se esparce a través de gotas relativamente grandes en el aire o en superficies, los lugares con poca ventilación, aglomeración de gente o de alta cercanía, son ejemplos de esas ‘situaciones particulares’.

Ahora bien, existe una idea general de que la mascarilla resulta extremadamente útil porque previene la entrada del virus al inhalar. Esta es solo parte de la verdad. Un aspecto importante que se ha dejado de lado es que la mascarilla no solo atrapa partículas de virus en sus fibras desde afuera, sino también desde adentro. Si un infectado, con o sin síntomas, tose, hace carraspera o tan solo habla, aquellas 3 ‘recomendaciones’ iniciales entran en juego y detienen la dispersión del virus y la posible infección de otra persona. En otras palabras: ‘No me quiero infectar, pero tampoco quiero infectar’.

Como vemos, dos motivaciones importantes se desprenden del uso de mascarillas durante la pandemia. La individual – en respuesta a que las personas perciben una amenaza y reconocen su propia vulnerabilidad – y la colectiva – como responsabilidad social para evitar infectarse e infectar a otros. Lamentablemente, en muchas áreas parece no existir todavía una motivación colectiva, aun cuando la omisión de su uso resulte en multa o cárcel.

¿Cómo se puede hacer una transición desde la elección personal de ponerse una mascarilla hacia un código de cultura? Para responder esta pregunta, podemos analizar otras ‘imposiciones’ que pudieron considerarse sacrificio de la comodidad o libertad: el uso de los cinturones de seguridad, los cascos y los condones. Las campañas para inculcar el uso de esos elementos como una necesidad se valieron de esfuerzos y distintos enfoques.

Probablemente en un futuro cercano, podamos asumir nuevas normas de convivencia no solo para nuestro propio bienestar, sino también para el comunitario. Con suerte podremos acostumbrarnos a que imágenes como esta sean más comunes.

Un aspecto importante es reconocer la pérdida de conveniencia: los cinturones limitan el movimiento, los cascos pesan y no permiten sentir la brisa y los condones, bueno, ya sabemos. Y los investigadores, sociólogos, psicólogos y asesores a cargo de las campañas también lo saben. El condón es la perfecta analogía a una mascarilla: se usa para protegerse, pero también para proteger a otros: la pareja sexual o las parejas sexuales. Así como decidir que alguien no posee una enfermedad de transmisión sexual tan solo por cómo se ve no es eficaz, tampoco lo es descartar que alguien tenga la COVID-19 si no tose o no tiene fiebre. Preguntar si lo tienen tampoco lo es. Como dice Michelle Ybarra, presidenta del Centro para Investigación Innovadora de Salud Pública de Australia: ‘Hay personas asintomáticas o con síntomas leves, que pueden estar caminando por ahí siendo positivos sin saberlo’.

El sexólogo Jill McDevitt sugiere que los resultados de las investigaciones sobre el uso del condón podrían servir para el tema de las mascarillas. En primer lugar, como ya mencioné, se debe aceptar que sí, usar uno de los dos no se siente tan bien como no usarlo. Un buen acercamiento inicial parte de la empatía de aceptar esa incomodidad y no invalidarla, porque existe y se genera en distintos niveles en las personas. En segundo lugar, se debe buscar la manera más fácil posible de usarla y que se cumpla la función. Así como los condones se suelen regalar en las clínicas o en fiestas, las mascarillas pudieron haberse entregado como un bien público. En tercer lugar, se debe analizar la sensación de usarlos. Como el condón afecta el placer recibido, se modificaron las texturas, colores, sabores y formas para ampliar la posibilidad de elección individual y difundir el mensaje. Así, las mascarillas se reinventaron con nuevas formas, diseños y materiales que permitan asumir la existencia de un riesgo de la mejor manera para varios individuos. Poco a poco, se debe llegar a un uso colectivo de las mascarillas sin necesidad de cumplimiento de ley, sino por consentimiento: uno tiene el derecho de alejarse, irse o molestarse si alguien no quiere usarla. Todas estas aproximaciones funcionan en conjunto con la imposición de normas solo si el público se une a la causa.

Para terminar, existe otra pregunta importante: ¿podremos mantener estos mayores estándares de higiene en beneficio de uno y de todos? Opinión impopular: el uso de mascarilla debería volverse un hábito. Al menos durante el invierno. Y siempre si estás enfermo. Podemos habernos acostumbrado a las temporadas de gripe, o a tomar antibióticos para curar otras enfermedades, siendo muy evitables lavándose las manos y usando mascarilla. Según el Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos, la gripe mata hasta 646000 personas cada año.

Hay quienes pueden darse el lujo de comprar medicamentos cuando se sienten mal, hasta de ir a una clínica. Hay quienes pueden comprar mascarillas quirúrgicas y de tela con el diseño que más les guste. Pero también hay quienes viven justo sobre la línea de pobreza, aprovechando cada hora del día y que, probablemente, tampoco podrían asumir el costo de comprar mascarillas para su uso frecuente. Si tú la pasas mal en la comodidad de tu cuarto cuando tienes gripe, imagina aquella persona con un sistema inmune deprimido o sin los recursos necesarios para aliviar los síntomas. Así como nos ponemos el cinturón cuando estamos en el carro, aun cuando no esperamos chocarnos, debemos normalizar el uso de mascarillas en público cuando sea posible, aun cuando no creemos estar enfermos, y más si lo estamos.

No podemos hacer mucho sobre el paupérrimo sistema de salud de nuestro país o la pobre conducta de personas desconsideradas o de mala educación, pero usar una mascarilla, lavar nuestras manos, quedarnos en casa es algo que sí podemos controlar.

Edición: Diana Decurt