Es muy probable que hayamos escuchado o visto mensajes como los siguientes: “estoy cansado de estar en mi casa”, “la culpa es de los que salen”, “no se dan cuenta de la emergencia en la que estamos”. Creo compartir parte del mismo sentimiento, pero también deberíamos mirar la otra cara de la moneda: la pobreza. Muchas personas están siendo desalojadas, otras regresan caminando a sus provincias de origen; hay grupos de trabajadores desempleados, y muchos otros grupos de personas que no están sufriendo directamente por la enfermedad, sino por las consecuencias que esta ha causado en la economía. Vivimos en un país en vías de desarrollo, donde la informalidad laboral alcanza el 72 %. Además hay una gran cantidad de personas que vive del día a día y, si no trabaja, no come. Todo esto agrava la situación de muchos peruanos en el estado de emergencia actual.

El Gobierno ha tratado de mitigar esta crisis social a través de diferentes medidas que apoyan directamente a los más necesitados y afectados; sin embargo, el problema persiste, y se evidencia la incapacidad del Gobierno para poder concretar un plan eficiente para extender la ayuda a toda la población que la requiera.

Pero ¿qué podemos hacer nosotros como ciudadanos? ¿Deberíamos ser solo espectadores, solo críticos, solo receptores de información? ¿De qué lado deberíamos estar? Lastimosamente creo que muchos de nosotros hemos tomado el papel de críticos, optando así por el rol más fácil y más dañino. Ahora, ¿cómo es que llegamos a este punto?

Todos los días vemos o vivimos situaciones que nos hacen reflexionar y cuestionar la realidad. Podemos sentir tristeza, rabia e indignación. Eso dependerá de nuestros valores y de nuestra forma de concebir la vida. Podemos presenciar o ver en las noticias las siguientes situaciones como normales: ver a una persona abandonada en la calle, a un niño pidiendo limosna, a una persona de la tercera edad esforzándose por cruzar una avenida, a un enfermo en la puerta del hospital sin auxilio. La diferencia es que, en la vida real, no podemos  cambiar el canal como en la televisión. Se supone que eso nos debe doler o indignar. Esas imágenes, al igual que nosotros, son producto de una historia social, humana y cultural, pero parece que a un gran número de personas no le afecta ni en lo más mínimo.

¿Qué es lo que ocurre? Parece haber una gran indolencia, es decir una “incapacidad de conmoverse o sentirse afectado por algo”. ¿Es que acaso hemos perdido la sensibilidad frente al dolor y el sufrimiento de una persona? Parece que esto es algo individual, pero esa indiferencia es la ausencia de la solidaridad elemental de un ser humano frente a otro. Parece una especie de resignación y una aceptación de una realidad de la que uno no se siente partícipe (ni para producirla, ni para transformarla), a pesar de que esté frente a sus ojos. Para ejemplificar, podemos simplemente pensar en cómo y en qué sentimos cuando vemos noticias sobre gente en extrema pobreza pidiendo el apoyo del Estado porque ya no tiene alimentos ¿Es que acaso cambiamos de canal para no involucrarnos emocionalmente en el tema?

A veces parece que es más fácil culpar a la familia, la comunidad, la sociedad o al Gobierno. Existe un desfase que nos aparta de ese sistema donde nacemos y convivimos. El asunto real es de valores. La persona que es verdaderamente indolente tiende a ser egoísta, superficial e individualista. Por ello, se protege, no siente remordimientos, ni considera a los demás.

La idea no es llegar hasta este punto. Si bien cada persona tiene sus propias luchas individuales, esto no justifica el desapego de su papel dentro de la sociedad. Debemos mejorar en las dos esferas, tanto social o colectiva como individual. El sufrimiento de una persona, o de una comunidad o sociedad siempre debe motivarnos a aportar y sumar, no a criticar o abandonar la causa.

 Edición: Paolo Pró