Otra vez nos encontramos en un nuevo territorio, un paso después del umbral que fue la revolución de las plataformas de streaming para el cine, donde hallamos mercados con años de trayectoria y cultura ajena a nuestras salas. Allí se encuentra el gigante de Bollywood, que lanza más del doble de películas que su contraparte norteamericana; o la histórica industria francesa, que produce la tercera mayor cantidad de filmes al año y es anfitrión del Cannes anual. A puertas de una nueva promesa pluricultural, con la facilidad que otorga el streaming, los valores personales (o algoritmos de Netflix) podrían llevarnos a conectar con ideas que resuenen con uno, sin importar el país del que provengan.

Entre las ofertas más prometedoras se encuentra Studio Ghibli, una asociación entre dos de los más exitosos directores de la animación japonesa, Hayao Miyazaki e Isao Takahata. Desde 1984, ellos ofrecen una alternativa oriental al cine infantil, enraizada en las tradiciones shinto y la historia japonesa. De manera gradual, el éxito de este estudio en Asia llegó a las pantallas internacionales mediante una cooperación con Disney y, ahora, una nueva cooperación con Netflix ha exacerbado su presencia en el consciente global. Con estas líneas nacionales ofuscadas, cabe la pregunta ¿quién es el público de una película de Ghibli?

Dentro de las historias que conforman nuestras identidades, las religiones son tal vez las más potentes. Así, cuando Japón se unifica como nación, lo hace bajo tres pilares: el emperador, la promesa de industria y las tradiciones shinto.  Esta última, en particular, provee al pueblo de un código de valores cuya principal función es la cohesión social. El shinto cree que compartimos nuestro mundo con un orden de vida en otro plano denominado kami (que se encuentra en un limbo entre nuestros conceptos de “espíritu” y “dios”), que asimismo es el tejido de la naturaleza entre todo ser, similar a la idea hinduista del Brahman. Ya que esta capa espiritual cubre nuestra realidad material, los objetos y las personas reales nos hallamos enmarañados en lo divino, y la materia se eleva a lo sagrado. En la práctica, puesto que Japón se halla entre los países menos religiosos, no mucha gente cree en los principios cósmicos del shinto; sin embargo, cuatro de cada cinco individuos participan de las tradiciones tales como festivales, ritos, cuidado de efigies, entre otros signos de respeto. Esto es así porque los japoneses han hallado un valor intrínseco en la práctica del shinto, más allá de las bases teóricas.

Desprovistos de las creencias religiosas, el shinto es tan solo los rituales que buscan hacernos reconocer la naturaleza mediante las ideas del kami. Tanto por los seres que cohabitan el mundo material, como por el tejido cósmico que nos ata, la narrativa shinto sobrevive en sus tradiciones. No es sorpresa, entonces, que las narrativas japonesas tiendan a tratar la oposición “naturaleza vs. ser humano” y, aun menos sorprendente, es que sus conclusiones remitan a un punto de balance. Dado que las historias son humanas, la real dicotomía está en cómo comprender a la naturaleza: como un medio para el progreso humano definido por su valor utilitario o como parte de un todo al que pertenecemos con valor intrínseco.

Ya sea en la Princesa Mononoke, donde el desarrollo tecnológico desmedido genera una guerra entre los humanos y los espíritus del bosque; o en Ponyo, cuyo deseo de integrarse a la humanidad ocasiona un desbalance en el ecosistema marino; o Castillo en el cielo, que presenta una convivencia armoniosa entre la tecnología y las plantas que se da de forma orgánica sin presencia humana; Ghibli presenta una lectura de este eterno conflicto no desde el antagonismo a las hazañas humanas, sino desde la visión shinto que no es antropocéntrica como las raíces occidentales.

En toda estructura clásica de una película de Ghibli, una protagonista, por lo general una niña entre tres y doce años, tiene un conflicto personal con que lidiar previo al inicio de la película, entra en contacto con la capa espiritual del mundo y esta la ayuda a resolver el conflicto interno con que se inició. Kiki, Mei y Chihiro, tres protagonistas de Ghibli, interactúan con el kami que se les presenta en sus aventuras, pero estas funcionan como modales para otras evoluciones personales: Kiki aprende a manejar la ética del trabajo, Mei acepta la enfermedad de su mamá y Chihiro pierde el miedo a mudarse a una nueva ciudad. Los japoneses tienen un concepto llamado mono no aware, que representa el estado de conciencia sobre la impermanencia de las cosas, y que se comprende como una sensación agridulce. Esta aceptación del cambio implica una responsabilidad de conocimiento, pero también es la libertad del deseo de la estabilidad.

Esto último remite a la filosofía budista de la eliminación del dolor mediante la eliminación del deseo. De hecho, el shinto ha encontrado intersecciones en su pensamiento y asimilado muchas ideas budistas, tales como el mismo mono no aware, el valor intrínseco de las cosas y el equilibrio. Ghibli ofrece una puerta artística a conocer otros horizontes culturales e invita al ejercicio de análisis sobre algunas ideas que damos por sentadas en los relatos de Occidente. Como alguna vez dijo el mismo Buda: “la verdad se encuentra en la adición” y, por ello, no veo razón en no consumir entretenimiento de la otra mitad del mundo.

Edición: Paolo Pró