No me gustan las películas de terror, suspenso o violentas visualmente, menos aún si están basadas en hechos reales. Sin embargo, hace un par de días atrás fui a ver Ted Bundy: Durmiendo con el asesino. ¿Por qué? Porque el amor de mi vida  Zac Efron es el protagonista y, por verlo en pantalla gigante, soy capaz de superar algunos miedos. 

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La película nos presenta, para quienes no lo conocíamos, a Ted Bundy: un psicópata que entre 1974 y 1978 mató de manera cruel e inhumana a más de 30 mujeres (número no confirmado) en Estados Unidos. Fue arrestado por primera vez en 1976 por el secuestro de Carol DaRonch, pero logró fugar un par de veces y fue capturado por última vez en 1979. En este año se realiza su tercer juicio: el primero televisado en la historia de los Estados Unidos. Él se representa a sí mismo en el proceso, pero las pruebas en su contra eran contundentes. Es condenado a pena de muerte en la silla eléctrica y, aunque logra aplazar la fecha, fue ejecutado en 1989. 

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Uno de los detalles que más llamaron mi atención en la película fue la cantidad de chicas que fueron al juicio televisado de Bundy. Según indicaron en algunas entrevistas presentadas en la película, lo hacían porque era apuesto, sentían una fascinación por él o, incluso, cuando ya estaba en el corredor de la muerte, le mandaban fotos desnudas. Mientras le daba vueltas a mi cabeza cómo estas personas podían exponerse a esta situación solo porque el juzgado era “simpático”, me di cuenta de que, irónicamente, yo también había ido a ver algo que me atemorizaba por el atractivo del protagonista. 

Los casos obviamente no son iguales, pero tampoco son ajenos. ¿Cuántas veces nos hemos dejado guiar por la apariencia de una persona? ¿Cuántas veces hemos confiado de alguien por ser “simpático”? A mí me ha pasado muchas veces y realmente no creo ser la única persona que ha abierto un libro por cómo se ve la portada. 

En Conversaciones con asesinos: Las cintas de Ted Bundy, serie de Netflix que recupera por primera vez más de 100 horas de entrevistas que se le realizaron en el corredor de la muerte, se encuentra esta declaración de Bundy: “queremos creer que podemos identificar a las personas peligrosas, pero lo más aterrador es que no podemos. Las personas no se dan cuenta de que conviven con asesinos en potencia”. No estoy completamente de acuerdo con esto, Ted Bundy era un caso especial, era un psicópata. Tampoco quiero decir, ni dar a entender, que debemos andar desconfiando de todo el mundo por miedo de que la persona que esté sentada a nuestro costado sea un desquiciado. Pero sí creo que, en nuestra cotidianidad, podemos detectar señales de violencia en los que nos rodean y, quizás, lo dejamos pasar porque “no dan con el perfil”. 

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En un primer momento, después de sus crímenes iniciales, la policía consideró a Bundy como sospechoso porque su entonces novia los llamó al reconocerle en el retrato creado por la descripción de una de sus supervivientes. Sin embargo, lo descartó prontamente. ¿Por qué? No daba con el perfil. Bundy se aprovechaba de su imagen para colarse en los sitios, conquistar a sus víctimas y simpatizar con ellas, para luego torturarlas. El mismo perfil que lo hacía ser invisibilizado por la policía lo aproximaba a sus víctimas. 

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Esta película no es, para mí, una oportunidad para romantizar, idealizar ni encantarnos con el personaje o la personalidad de Ted Bundy. Sino para reflexionar sobre cuál es el perfil que estamos dejando entrar en nuestras vidas y cuestionarnos cuánto de este es genuinamente verdadero. Quizá no tengamos a un Bundy a nuestro alrededor, pero ¿qué tan lejos estamos de permitir que una persona violenta y manipuladora sea parte de nuestro círculo porque simplemente “no lo parece”?

Editado por Daniela Cáceres